La pena del destierro

JOSÉ LUIS PEREIRAǁ El renacimiento italiano (principios del s. XV) despunta, entre otros, con esta pieza singular del fresco en la capilla Brancacci de Florencia. El toscano a quien la crítica conoce por el nombre de Masaccio, explora el dolor psicológico en las figuras judeo-cristianas de Adán y Eva expulsados del Paraíso.

    Salta a la vista el desgarro emocional de un Adán arrepentido, cubriendo con sus manos la vergüenza irreparable de su rostro que nunca más verá a Dios. Eva, de quien el imaginario popular más temprano supuso una exquisita belleza, aparece casi deformada por un remordimiento que le arrebata las ganas de vivir. Se cubre los pechos y el pubis, más que un acto de pudor, es una respuesta involuntaria que pone en silencio a los órganos de la vida en que, gestación, lactancia y placer materializan el delirio paradisíaco de la existencia humana.

   Complementa ese patetismo el background de verde ocre indefinido, que representa el patinado follaje del Edén que va quedando atrás en violenta y rápida expulsión. ¿Qué clase de Padre pudo ser tan cruel y vengativo como este del Génesis? Quizás sólo Jupiter lo supera con su retorcido apetito          —esa dieta recreativa con la carne de los hijos, sobrepasa lo monstruoso— pero, ¡¿quién puede criticar las decisiones de Dios?! Ni siquiera Masaccio. El punto es que, a través de este fresco, podemos conectarnos con el sentido de piedad que nos debe inspirar nuestra propia condición humana; sólo a través del dolor ajeno podemos ver la dimensión de nuestra propia fragilidad, y entender por qué es imperioso amar al prójimo como a sí mismo.

  La pena del destierro: quitarle el hogar y la patria a los desobedientes, quitarle sus planes de arraigo, su sentimiento de pertenencia a un lugar y cultura, sus esperanzas, su medio de sobrevivencia; expulsarlos sin nada más que su propia piel; es una práctica tan inhumana que tuvo que prohibirse. En la piel de Adán y Eva puso Masaccio ese tono de lividez cadavérica, esa verdosa palidez del desterrado —y también del exiliado—; de quien ha sido forzado a vagar sin rumbo y sin otro poder soberano —más que el suyo— para asegurarse la vida.

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