BÉKER DÍAZǁ Después de mi fracaso en las olimpiadas municipales de Matemáticas de 2006, donde representé al sexto grado, los maestros decidieron que no se me daba bien la cosa.  La profesora de Lengua y Literatura, María Antonieta, opinó que lo mío no eran los números ni las ecuaciones. «Lo de él es la poesía», dijo, “además, ya tiene el nombre». 

Nos segregaron, y quedé entre los que tenían vocación de escritor. En realidad, era el único  del salón que gustaba de los libros, en mi casa había crecido rodeado de ellos, hojeando enciclopedias, novelas y libros de Matus Lazo. La profesora lo notó y quiso explotar eso. Así fue que en 2007, y por los cuatro años siguientes competí en las olimpiadas de Lengua y Literatura, y gané.

En segundo año ya me había convertido en una rata de biblioteca: . Llegaba media hora antes del toque de entrada y me escurría a mi guarida. Había libros de toda índole, la mayoría eran de revolucionarios y comunistas, donados en los ochentas al colegio, para promover la «buena lectura» entre los estudiantes.

 Con facilidad podía encontrar una obra tanto de Shakespeare  como de Engels; del primero había dos ejemplares; del segundo, siete. Con este cuidado segregué los autores de mi interés. Mi favorito era Julio Verne, de quien se tenían ediciones magníficas en pasta dura y con ilustraciones  de De Neuville. Entre ellos estaba La vuelta al mundo en 80 días, que me enloqueció con la figura de Phileas Fogg.

Me preparaba en septiembre de ese año para el examen de la olimpiada. Habíamos abarcado los géneros de la  novela y el cuento. Debía aprender todos los autores y títulos que pudiera, con sus años y temáticas, aunque no los hubiera leído. Así supe del Mahabarata y Ramayana, de  Lord Byron y El paraíso perdido, de  Agatha Christie, maestra de la novela negra, y también me topé con  un Julio Cortázar, a cuyo nombre acompañaba una fotografía:  su barba cerrada, su cabello largo, sus orejas velludas, y su dentadura descuidada.

«Parece hombre lobo”, me dije.

 Llamó especialmente mi atención por tres obras  que se mencionaban en los libros: Bestiario, Rayuela y La vuelta al día en ochenta mundos. El guiño a Verne con  esta última  era obvio, y eso me gustó. Me dije que lo abordaría cuando terminara mi preparación para el examen. 

Pasó septiembre, la olimpiada, y en ninguna pregunta me pidieron listar autores ni obras. Volví a Cortázar. Registré la biblioteca en busca de ese interesante  título,  pero fue inútil. entonces me olvidé de él.  Ahora pienso que las hice de tonto,  no me pasó por la mente la idea de buscarlo en internet.

Fue hasta 2014, mientras revisaba escritos aficionados en Wattpad, que volví a pensar en él. Iluminado, descargué un compilado de sus cuentos. El primero fue La puerta condenada, que me pareció fenomenal. Un niño que lloraba en el cuarto vecino. Una mujer que fingía el llanto. Una puerta y un oído.  «Es bueno», me dije.  Llegué a Bestiario. Leí Casa tomada y no quedé tan convencido, «No es tan bueno», pensé.   Seguí con Carta a una señorita en París, donde vomitar conejitos se vuelve cotidiano,  y me reí. “Al  menos es divertido «, concluí.

Lo abandoné.

Volví a abordarlo hasta 2017 cuando quise parecer intelectual y me compré Rayuela. Me sentaba a leerlo en el parque,  los cafés, el bus, incluso fui a la iglesia llevándolo bajo el brazo. Me gustó, aunque no lo entendí del todo, pero podía susurrarle al oído el capítulo siete a mi novia, y eso ya era ganancia.

 Quise ser bondadoso y resolví regalárselo un fin de semana que fui a visitarla.  Lo metí en un bolso, lo cargué en mi hombro y tomé un taxi. Se me hacía tarde, me di prisa. Al llegar a la terminal, corrí para alcanzar el último bus y dejé olvidado el bolso dentro del taxi. «¡Mierda, mi Cortázar!». Desde entonces lo he leído en digital, más a menudo. He repasado  Bestiario, El fin del juego, La vuelta al día en ochenta mundos. Alguna vez me he sentado a tomar un café  y ver su fabulosa entrevista con Bermejo. Me he divertido con su forma de arrastrar las «erres»,  su inexpresividad,  su apariencia de hombre lobo.

Le frecuento. Otros me llevan a él, y él me lleva a otros. Incluso alguna vez, después de haber leído Los venenos, terminé leyendo  una tesis doctoral con un análisis psicológico de ese cuento. Cortázar es bueno, divertido,  es un maestro.

Ayer volví a leer Casa tomada, y ahora pienso en Perón.