BÉKER DÍAZǁ Todos sabemos que Julio Cortázar vomitaba conejitos. Salían de sus entrañas blancos, negros, chicos, grandes, unos con más pelaje, otros lampiños, todos retozones. Los agrupaba a su gusto y los mandaba a las editoriales para que perpetuaran la especie de conejos cortazarianos. Con el tiempo, los críticos, los lectores, vos y yo hemos mimado y desdeñado a otros, te presento, pues, tres conejitos que no hemos sabido apreciar.
1. Los venenos
Lo vomitó en 1956 para El final del juego. Es un fetus in fetu, él mismo confiesa «el niño de los venenos soy yo». Se nos presenta en primera persona narrando sus días prepúberes, cuando se reunían a jugar a la hora de la siesta de los adultos. Es una cosa agridulce, por un lado el recuerdo de los juegos infantiles, la admiración por la interesante vida que parecían tener los grandes; por el otro, el proceso doloroso de descubrirse celoso, expuesto y sorprendido por un primer amor que marchita su alma como los venenos para hormigas lo hacen con las flores del jardín. Una historia con la que Piaget y Freud se lamerían los bigotes, porque realmente Cortázar vuelve a ser niño y es mediante ese sujeto que nos transmite sus experiencias.
2. La puerta condenada
Un relato de esos en que rebobinamos tratando de hallar el momento en que lo fantástico entra en la trama. Continuidad de los parques lo hace a través de una puerta. Probablemente esta sea la misma vía. Acompañamos a Petrone, un próspero comerciante que se aloja una semana en un misterioso hotel de Montevideo. El leitmotiv del relato será el llanto de un bebé en la pieza vecina cada madrugada, cosa que trastorna a Petrone poco a poco. ¿Cómo puede esto llevarle a perder la paz y el juicio al punto de terminar imitando él mismo ese llanto?
3. Cartas de mamá
Con este relato se introduce hasta la intimidad exangüe de una pareja con un pasado turbulento, y un futuro que no hace más que mantenerlos con la vista hacia atrás, sin decírselo uno al otro. Los personajes no son Luis y Laura, no es mamá; somos nosotros mismos con las cosas que callamos, con aquello que se mantiene latente y volviendo tensa la atmósfera a nuestro alrededor. El narrador entra a tu vida y a la mía, sabe que nos reflejamos en ellos y que nos sentiremos interpelados a medida que lleguen las cartas. ¿Por qué evitamos hablar de eso (no es una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) que sabemos que si no te trata a tiempo acabará arruinándolo todo?
Vomitó muchos conejitos antes de abandonarnos en 1984. Aún seguimos admirándolos, acariciándolos, y lo haremos por los siglos siguientes.
Para unos fue más que fantástico; para otros, como César Aira, sigue siendo un mal Borges. Si me preguntás te diré que la narrativa hispanoamericana tiene su A.C y D.C.