DANILO JARQUÍN ǁ Llegué a Julio por un tomo que reunía la colección de sus muchos libros de cuentos, quizás tarde más de un año en leerlos, conteniendo el deseo de ir con todo a esa fantasía desbocada, la capacidad creadora tan culta de aquel niño eterno, esa forma de desarmar la realidad cual juguete, sacando piezas y desmoronándolo todo. Impresionante y conmovedor fue para mi ver que la literatura podía ser de esa forma, me recuerda a cuando García Márquez conoció La metamorfosis y pensó que si lo narrado por Kafka, convertir a una persona en escarabajo para reflexionar sobre diferentes aspectos del ser humano y la vida, se podía hacer y rehacer a su capricho, no había que seguir reglas. Además, para el mismo Cortázar esa frontera que nosotros trazamos con tanta seguridad entre la ficción y la realidad se difumina en las historias donde los personajes casi nos tocan y lo más humano se encuentra con el espejo que nos mira y no obedece.
Todo este preámbulo intimista no es nada nuevo, ya conocen el nombre y el peso de su prosa, pero ya que puedo y quiero, hablaré de mi cuento favorito de Cortázar, se trata del último cuento en el libro “Final del juego”, homónimo del libro.
Leticia, Holanda y la narradora son tres niñas alrededor de los doce años, cuidadas por sus tías, aparentemente conservadoras y severas, excepto con Leticia, cuyo trato especial y mimado se debe a una extraña condición que hace que su cuello y espalda sean rígidas, además de tener una flaqueza notable, casi no podía mover la cabeza de lado a lado, no se termina de aclarar la anomalía de Leticia.
Detrás de la casa hay un llano que bajaba a la ruta ferroviaria del Central Argentino, por donde pasaban los trenes. Ahí, en su tarima de fugaces espectadores, ellas juegan a ser “estatua o actitud”, un juego que consiste en recrear una actitud, ya sea la envidia, el remordimiento, la caridad, la bondad, y las estatuas consistían en disfraces de ornamentos y utilerías de la casa, siendo así una forma de expresión y libertad plasmada más íntima para cada una.
Sucede que las niñas empiezan a notar a un chico de secundaria, un joven rubio ojos grises, que siempre viajaba en el mismo lugar las veía absorto cada que pasaba, causando en las niñas el encanto y el deseo de saber por él. Un día mientras jugaban, al pasar el tren el joven tiró un papelito atado a una tuerca donde se presentaba “Hola soy Ariel. Me encantan las estatuas que hacen”, y desde entonces empieza una correspondencia unilateral por parte de Ariel, hasta que un día, en un papelito suelta “La más linda, es la más haragana” se deduce que su interés es por Leticia, la menos versátil de las estatuas. De más esta decir que sobró la felicidad para ella.
Un día Ariel dio a entender que bajaría una estación antes para conocerlas, a lo cual estaban felices, menos Leticia, que se da cuenta que Ariel la va conocer en su verdadero estado, no como estatua. Esa noche ella no duerme, y al siguiente día decide no ir al encuentro con Ariel, pero envía una carta para su galán. Él se presenta al siguiente día, convive con las dos hermanas un periodo corto, se notaba que se quería ir y antes de irse le dan la carta.
Al otro día pasará Ariel en el tren, pero la que se presentará en tarima será Leticia, que impone su deseo y sus compañeras de juego lo conceden, entonces Leticia se prepara para hacer la mejor estatua tomando prestado joyas de casa y la indumentaria más linda. Y en el encuentro, lagrimea posando y “Lo vimos a Ariel sacando la cara por la ventana con sus ojos dirigidos exclusivamente a Leticia”. Al otro día Leticia nunca más volvió a participar del juego y el lugar de Ariel, iba vacío. Final del juego.
Y uno se pregunta pero qué decía la carta, bueno tengo una parálisis, no soy la que me muestro, mírame mañana lo que quieras.
Me gusta leerlo creyendo que, a pesar de todo, hubo consumación del amor en ese último encuentro, quizás un poco trágico si lo vemos como esa marca de la imposibilidad del amor, pero algo así es el “verdadero amor”, inexistente, en ese encuentro imposible, también es cierto que todo amor es fantasmagórico en un punto, uno siempre se enamora de una estatua o de una pose, quizás no hay nada mas alienante que eso. Y es el final del juego porque ya no se puede jugar más, es el paso a la adultez, es la verdad viniendo a desestructurar todas esas poses.