Remarque y su obelisco de olvido

BEKER DÍAZǁ Cuando Erich Maria Remarque murió en 1970 ya se había divorciado dos veces de la misma mujer, se había vuelto uno de los más acérrimos enemigos del nazismo, por ello sus libros fueron quemados en público mientras estos estuvieron gobernando, se había naturalizado americano, sin embargo, seguía siendo tan germano como Goethe o Schiller, aunque su numen fuera los horrores de la guerra.

Algunos lo conocen porque Dylan lo citó en su discurso de aceptación del Nobel. Yo lo conocí en la biblioteca del colegio, en uno de los estantes más abandonados: los de literatura histórica. Allí estaba El obelisco negro.

Desde su portada, con un casco de perfil, sobre el que se dibujan soldados mancos, tuertos, rengos, era llamativo. El resto son cuatrocientas páginas de historia, nostalgia y reproches crudos, con tintes de existencialismo.

El protagonista es Ludwig Bodmer, quien nos cuenta su vida en la Alemania de posguerra, sumida en la depresión, con el marco devaluándose de forma estrepitosa. Allí, él y algunos compañeros llevan un negocio funerario que está a punto de quebrar. Ludwig acude semanalmente a tocar el piano en las misas de un sanatorio mental, donde conoce a una esquizofrénica, Isabelle, de quien se enamora.

No se trata de un absurdo romance, y quizá eso es lo que menos se encuentre en la obra, el asunto principal es la vida desgraciada de los germanos que tratan de salir a flote en medio de la peor crisis acaecida hasta entonces. Es en esa miseria donde reflexionan sobre la muerte, sobre la guerra, sobre Dios y su necesidad de nosotros, sobre el amor y su trascendencia.

Ludwig sin duda es Remarque, quien se busca otra piel para hacernos ver la resaca del poder, que vomita sus excesos sobre un pueblo esperanzado y sin rumbo. Para él, la muerte de uno es la muerte, y la de dos millones es solo una estadística. Es la misma reflexión cada vez que alguien entra a comprar un monumento fúnebre, o cada vez que se cotiza el dólar, cada vez que se toca el piano en misa, cada vez que él ve a Isabelle, a quien ama, y quien no le corresponde porque no sabe ni quién es ella misma.

Olvidado estaba el libro en un estante, como olvidado iba a estar Remarque después de la quema de sus obras en una plaza, como lo estaría aún más sin el discurso de Dylan, y así casi toda la literatura, es la condena ineludible.

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