Ray Bradbury:  dos perlas de terror fantástico

DANILO RAYOǁ Un adolescente enclenque se prueba el traje que usará en su graduación. Le queda un poco grande porque era de su tío. En otras circunstancias, la situación hubiera sido completamente normal pero no lo es, en primer lugar, porque ese joven es Ray Bradbury(1920-2012), el magistral referente de la ciencia ficción, y en segundo, porque es el traje que su tío usaba cuando lo asesinaron (¡y aún tiene el agujero de la bala que lo mató!).  Es el traje de un hombre muerto. Eran tan pobres que no pudieron comprarle uno nuevo, aunque para este narrador, situaciones como esta, al igual que muchas carencias, detonaban infinitas posibilidades creativas.

Ray, un hombre que tenía miedo a volar, nos permitió presenciar la colonización del planeta rojo en sus Crónicas marcianas (1950) y la prohibición de los libros en una sociedad distópica en Fahrenheit 451(1953), dos obras de la ciencia ficción universal. En esta ocasión, sin embargo, no hablaremos de él como maestro de ese género, sino como un escritor pasional que dio un aporte decisivo a la literatura de terror fantástico, y esto lo haremos reseñando dos de sus relatos: El lago y Banshee

El lago

Este relato, publicado por primera vez en Weird Tales en 1944, explora el impacto del primer amor.   Está narrado por Harold, un chico de doce años que trata de disfrutar con su madre un último día a orillas del lago Michigan, pues al día siguiente tomarán un tren a California.

La historia acontece durante el mes de septiembre, cuando, según el narrador, «las cosas se ponen tristes sin razón aparente». La playa lacustre está casi desierta y los puestos de hot dogs y carruseles ya han cerrado, sellando los magníficos olores de mostaza, salsa de tomate y salchichas en una prisión de tablas, y deteniendo el tropel flotante de los corceles sobre la plataforma circular. Este es un detalle interesante que añade un factor melancólico, algo particular de la estética de Bradbury, quien siempre mostró pasión por el poder simbólico de ferias y carnavales. El escenario gris del lago Michigan armoniza con el ánimo del protagonista, quien no sólo está triste por la mudanza inminente, sino por algo más profundo: Tally, su compañerita de clases, y de la que siempre estuvo enamorado, se ahogó a inicios de ese año en ese lugar y su cuerpo nunca fue encontrado.

A pesar de los llamados de su madre, el chico se desprende de ella y se aventura en el agua hasta que el nivel de esta le llega a la cintura, situación que compara con los actos de magia en los que cortan a una persona a la mitad; de nuevo, otro ejemplo de la pasión de Bradbury por los carnavales.

En el agua, Harold llama a Tally para que vuelva, dejando el alma en cada grito, y dándose cuenta a medida que avanza la historia, de que la amaba de verdad a pesar de tener sólo doce años.  Después vuelve a la playa, construye medio castillo de arena y, en un acto sublime que define el impacto de ese primer amor, llama a Tally para que construya la otra mitad, como solían hacerlo. Obviamente, la chica no viene, pero sí lo hacen las olas que poco a poco disuelven la infantil construcción hecha con granos de esperanza, dejando atrás sólo una masa de anhelo, memoria y decepción. 

Bradbury usa el tren para poner en marcha una elipsis en la que el protagonista crece, estudia derecho y se casa con una mujer llamada Margaret. Para su luna de miel, la esposa sugiere visitar el antiguo hogar de Harold. Él, a pesar de que para entonces ha olvidado muchas cosas de su vida pasada, nota que el viaje le trae recuerdos, aquellos que creyó perdidos para siempre.

Mientras camina por el sendero de la memoria, Harold no reconoce a nadie, aunque algunas caras de los pasantes emiten ecos de antiguos compañeros. Es como si el tiempo que el tren se comió en aquel viaje lejano también hubiera devorado las vidas de quienes se quedaron atrás y los hubiera convertido en una suerte de espectros. 

El viaje de retorno es una introspección hacia el dolor que lleva a los esposos a las orillas del lago Michigan en un día similar al que el protagonista pasó con su madre junto antes de partir. Y con ese paralelo, vuelve a soplar el viento nostálgico de septiembre, el lago recupera su inmensidad en la mente del Harold; su cualidad de guardián de lo desconocido, y sus orillas demarcan, de nuevo, la vida y la muerte.

Durante el paseo, observa cómo un bote atraca en el muelle y a un socorrista sacando una bolsa con un cadáver. Con el alma llena de presentimientos y deseos, le dice a su esposa que lo espere; se acerca para interrogar al socorrista, quien le dice que… le dice que… le cuenta que… Y pensando en lo que el socorrista le cuenta, camina por la playa y encuentra algo en la arena que le recuerda lo que solía hacer con Tally y justo ahí, donde no debería haber nada, ve unas pequeñas huellas que…   Prefiero que ustedes, amigos, lo descubran por su cuenta. 

Banshee

Una Banshee, o «mujer del túmulo de las hadas» es un espectro del folclore irlandés que anuncia con lamentos la muerte de un miembro de una familia. Si pensamos en la noche mesoamericana, La Llorona presenta algunos rasgos similares, pero con respecto a su prima transoceánica, existen diferencias en la causa de su pena y en el objeto de su persistencia.

En el caso de Banshee, cuento en el que Bradbury utiliza un narrador protagonista, lo que prima es su naturaleza heráldica, el escritor echa mano del bestiario irlandés y dibuja las cualidades de un ser que, forzado a cumplir una eterna misión funeraria, aún siente, desea y sufre.

La historia autobiográfica, publicada en 1984 en la serie The Irish Stories, se basa en la experiencia del escritor con el director John Huston durante la preproducción de Moby Dick, versión fílmica de la novela sobre el cetáceo blanco.  En Banshee, el guionista Douglas Rogers (Doug) y el director John Hampton tienen una dinámica idéntica en sus respectivos roles. Y aquí, el confín ficción-realidad es casi imperceptible. Bradbury nos lleva a un páramo durmiente donde la niebla se desvanece con la lluvia hasta pintar un cuadro de horror salpicado de extraños encuentros, cruces de caminos, una casa aislada, portones que rechinan y ventanas que golpean. 

Doug llega a casa de John para revisar el borrador de un guion. El segundo le abre la puerta, le da un trago y, sin tiempo para cortesías, lo hace pasar. Casi de inmediato, escuchan un gemido en el páramo y John le pregunta si sabe lo que es. Bradbury planta temprano la semilla de lo sobrenatural, la hace germinar con repetidas referencias sonoras y le permite arraigarse párrafo tras párrafo.

El director es un mujeriego pedante al que le gusta dar órdenes, clavar puñales y curar, como si nada, las heridas que profiere. Lo que le dice al protagonista, después de contarle que su mujer vacaciona en París, lo define: «Veamos lo que mi genio, mi ventrículo izquierdo, mi brazo derecho, ha parido. Siéntate. Bebe. Observa».

Después de unos intercambios similares, en los que John tiene que reconocer la magistral pluma de Doug, escuchan otro sonido extraño, como si alguien pasara sus uñas por una pintura, y luego, de nuevo, la exhalación de un gemido,  seguida de algo parecido a un sollozo. 

John no lo resiste. 

«¿Te digo qué es ese sonido, chico? ¡Una banshee!».

«¿Una qué?», le pregunta Doug.

Y John define al espectro.

«Los fantasmas de antiguas mujeres que rondan las carreteras una hora antes de que alguien muera».

John se asoma a la ventana y deja que su vista se pierda en la profundidad del páramo, sugiriendo, en broma y en serio, que es posible que la Banshee esté ahí por alguno de ellos. Doug le pide que deje de bromear, pero aquel, que no puede negar su naturaleza promiscua y las similitudes con el protagonista del filme que producen, continúa.

«He vivido aquí diez años. La Muerte está ahí afuera. Y la Banshee lo sabe».

Con esto, John lo crispa y, por si fuera poco, a pesar de reconocer su talento, no pierde la oportunidad de destrozarlo «à l’anglaise» mientras le lee una crítica local (con ciertas adiciones suyas) del último libro de cuentos de Doug. Seguidamente, con su acostumbrado método que castiga y premia, arroja el diario al fuego.

Mientras discuten, un nuevo gemido les recuerda que hay algo afuera. John le ordenaque salga y vea, pero este se resiste. El director no se rinde y, dándole un abrigo suyo y prometiendo que él lo apoyará desde las gradas como el público a un matador en una plaza de toros, lo convence. Con abrigo prestado, para mí un símbolo que pretende investir y macular al protagonista con los colores de su interlocutor, el guionista se encamina a la puerta, pero, antes de que pueda salir, ve que John le bloquea el paso y le dice que cambió de opinión, porque será peligroso. Pensando en que todo es una broma más, Doug no hace caso y sale. Como protagonista, responde a los estímulos externos que impone John sobre él, y a la vez a los internos, los que se derivan de su vida y experiencia familiar.

Afuera, el guionista apenas puede distinguir las formas de los árboles, y al voltear, mira cómo John lo observa: desde la ventana con una copa en la mano.

No queda más opción que internarse en el páramo. Ahí, atisba una sombra romboide junto a un árbol, movimientos extraños cerca de otro, y finalmente oye un nuevo gemido. Es en ese instante que ve a la Banshee: cerca de un árbol, con un vestido color luna, un chal que parece tener vida propia, y unos irresistibles ojos esmeralda. Aunque la tiene enfrente, ella no parece notarlo, pues su mirada se enfoca en el hombre que observa desde la ventana de la antigua casa. 

La Banshee le pregunta a Doug si «el monstruo» está adentro, confundiendo al director con un tal William, un antiguo amante, pero estableciendo un paralelo sorprendente con la personalidad del nuevo habitante del inmueble. El guionista trata de disuadirla, expresando que es su amigo quien habita ahí ahora, pero la Banshee, en un instante, con su poder, le muestra a Doug un eco del pasado, en la misma ventana, en la misma casa y le advierte que si insiste, lo considerará su enemigo. Bradbury nos ofrece así a un personaje que no solo se preocupa por su sobrevivencia, sino que, a pesar de tener una relación difícil con John, vive un conflicto que divide sus decisiones: arriesgarlo todo por él o contribuir a su perdición a manos de la justicia de la Banshee.

Finalmente, enfadado por el anterior comportamiento de John, Doug vuelve e incita al «monstruo» a aventurarse en la noche para encontrarse con el espectro, sabiendo que ella pretende matarlo. En el último momento, el guionista lo piensa mejor e intenta convencer a John de que… Y es aquí, amigos, en la misma puerta abierta que da al páramo donde mora la Banshee, donde los dejo para que lo averigüen.

No está de más decirlo, si buscamos ejemplos de un villano bien construido, John siempre estará ahí para nosotros como un ser más despreciable que el espectro que lo asecha.  El director es complejo, no acartonado. Tiene dimensiones humanas que nos hacen sentir por él, cosas desagradables, claro está, pero sentimientos al fin, y esto es mérito de Bradbury en su técnica.

Con estos dos relatos, titulados con el estilo clásico y directo de Bradbury que resalta los sustantivos, el hombre con el traje del hombre muerto vuelve por un momento del futuro y desciende de las alturas marcianas para adentrarnos delicadamente en las impredecibles aguas de nuestros miedos. Lo hace con elementos, geografías e imágenes cotidianas, cosas que se doblan de vez en cuando ante la fuerza de nuestras percepciones y anhelos. Pero esta es sólo una muestra de lo poco que sobresale de la superficie, pues bajo ella, yace un abismo fantástico que les invito a descubrir, si se atreven.

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