MAYNOR XAVIER CRUZ
Fue orador y bibliotecario, por ambos oficios es que la gente le llama «El Poeta». Su amistad con muchos escritores nicaragüenses de mediados del siglo XX lo hace desmentir algunas anécdotas cuando alguien le consulta por uno de ellos. Ha resistido enfermedades, persecución, guerras, ostracismo, pero no olvido. Tiene ochenta y un años y una mente muy lúcida.
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Al hombre de camisa blanca y pantalón azul que sale de la iglesia San Francisco a las seis de la tarde le quedan al menos tres horas de vida. Es 21 de septiembre de 1956. Ese hombre tiene veintiocho años y esconderá debajo de su vestimenta un revólver calibre 38, del que de su tambor saldrán cinco balas. Ese hombre sabe que hoy va a morir.
Un día antes un joven orador se había visto con él en el Parque Central de León a las 9 de la mañana.
—Era jueves, y estuvimos bromeando cerca del Cine González. Él andaba sin corbata pero de saco —recordaría el orador—. Él era muy cristiano, por eso me acordé de cuando lo vi el viernes saliendo de la iglesia.
En la ciudad, ese viernes, se está celebrando la reelección de Tacho Somoza, y en la Casa del Obrero, a pocas cuadras de ese parque, es la recepción del evento. El hombre de camisa blanca se dirige a ese sitio.
Según contaría tiempo después, la mamá del hombre camisa blanca, su hijo horas antes había estado con ella, y de paso le leyó un poema fechado en 1946, porque el hombre camisa blanca también es poeta, donde algunos de sus versos hablan de una bala que lo alcanzará. El poema se titula La confesión de un soldado.
El hombre camisa blanca muere después de la nueve de la noche; en su cuerpo hay al menos unos cincuenta y cuatro orificios de bala y no una como decía su poema.
Horas más tarde, todo aquel que estaría en las calles era apresado por la guardia nacional: han herido al presidente, el que intentó asesinarlo está tendido en el piso.
El hombre de veintiocho años que yace en el piso de la Casa del Obrero se llamaba Rigoberto López Pérez, y el joven de dieciséis años se llama Fernando José Núñez López.
El dictador moriría días después en Panamá; los principales opositores estarán sentenciados a ser fusilados. León no sería un lugar para aquellos que están señalados como amigos del tipo de camisa blanca.
—Si yo he estado cerca de esas calles también me hubieran llevado —recordaría Núñez.
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En la ciudad de León, el sol es un gigantesco puerco espín amarillo y violento que lanza agujas de fuego contra quienes se atreven a caminar por sus calles desde las siete de la mañana hasta las cinco y media de la tarde, lo sabe de sobra Fernando Núñez, el octogenario que las recorre de saco y corbata desde los siete años, cuando dio la primera comunión en la iglesia San Francisco y su padre le dijo que se veía elegante; quizá sea el único que lo hace de esa generación de hombres que asistieron a la universidad vestidos de esa manera.
A esa edad, ya estaba en primaría en la Escuela San José, anexo al Colegio San Ramón Tridentino, se había vuelto amigo de un padre que visitaba a su abuelo cada lunes y un volcán tenía aterrados a los habitantes de León.
Verlo con cartapacio en mano o con bolsas que cargan papeles es parte del paisaje urbano que ofrece la ciudad a quienes vienen a visitarla. Camina despacio, como buscando en las aceras un trébol de cuatro hojas o un billete caído. Quienes lo conocen, lo saludan; levanta la vista y activa su antiguo radar de reconocimiento facial, si quien lo saluda es alguien de renombre dice «buenos días, doctor» u otro apelativo que indique respeto; si es alguien menor de cuarenta años que lo saluda con cariño, entonces «¡Hola, papá, buenos días!».
Alguna vez tuvo una casa: en la esquina opuesta al antiguo Mercadito Occidental de Zaragoza, propiedad de sus bisabuelos. Alguna vez tuvo unos padres: don Julio López Yáñez, y de doña Lucila Núñez Murillo. Alguna vez tuvo un hermano mayor, quien se terminó quedando con la casa cuando murió la mamá hace un poco más de veinte años porque Núñez era hijo de un segundo matrimonio; ahora está solo, como una pieza que se ha desprendido de un engranaje.
Cuando nació el 30 de julio de 1940 tenía nueve meses de haberse iniciado la Segunda Guerra Mundial, todavía Estados Unidos no había entrado a la misma; la población nacional apenas andaba rondando los 830 000 habitantes, de los cuales el departamento de León poseía la novena parte; Tacho Somoza tenía pocos años de haberse convertido en presidente, las misas se oficiaban en latín y los sacerdotes le daban la espalda a los feligreses porque según las reglas «así guiaban al pueblo».
En ese entonces, la ciudad de León era reconocida por su liberalismo y sus poetas que seguían el lirismo rubendariano, aunque las figuras de Juan de Dios Vanegas, Azarías H. Pallais y la de Alfonso Cortés, este último había perdido la razón y se encontraba encadenado dentro de la casa que antes le perteneciera a Rubén Darío, tenían peso dentro de los mismos círculos de escritores de la época, y tuvo la suerte de conocerlos.
Tenía cinco cuando conoció a Azarías H. Pallais, dieciséis cuando mataron a Somoza García; veintinueve cuando murió Alfonso Cortés, cuarenta y dos cuando conoció al Papa Juan Pablo II, cincuenta cuando Violeta Barrios se convirtió en presidenta, sesenta y cuatro cuando Schafik Hándal se postuló para presidente de El Salvador, setenta y seis cuando murió Edmundo Icaza Mendoza, ochenta cuando la pandemia entró en nuestro país.
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Por la mañana del martes 18 de noviembre 2021 decidí buscarlo en la cuartería donde habita, era mi tercer intento, pues el día anterior había visitado el lugar y no lo hallé y dos meses atrás lo busqué por los sitios a los que se acostumbra verlo pero no corrí con éxito. Esa vez comprendí que a él es más fácil encontrarlo que buscarlo: durante el día camina buscando un sitio para comer o tomarse algo, a veces puede estar en la iglesia San Francisco, El Sesteo, o en Pan y Paz, tomándose un café y cuando había periódicos —en físico—, leyéndolos; otras veces está en la casa de algún amigo que le ofrece quedarse para almorzar.
Cuando lo hallé, le comenté que desde meses atrás lo había estado buscando; la imagen recortada que me daba la ventana de su cuarto me mostraba que estaba vistiéndose para salir; se disculpó porque lo encontré este día que tenía algunos compromisos; me dio la agenda de actividades que realizaría durante el día.
—Agradezco que me busque. ¿De dónde me dijo que viene? —no lo vi convencido de ser entrevistado.
—De Matagalpa —le digo.
—Si quiere nos podemos ver por la tarde —me sugirió.
—Dígame dónde y llego —le digo.
—¿Conoce un café que queda del Hotel Los Balcones media a arriba (este)?
—Sí, lo conozco.
—Ahí estaré entre las 3 y las 4 de la tarde —me dijo mientras terminaba de abotonarse su camisa manga larga.
—Lo estaré esperando.
—Ahí estaré, papá. No se preocupe.
Nadie pensaría que este señor en algún momento decidió conocer al Papa Juan Pablo II, cuando éste anunció que visitaría Nicaragua. Para ello se escondió dentro del altar mayor de la Catedral de León durante una noche, pues el pontífice al día siguiente, 3 de marzo de 1983, la visitaría. Quería conocerlo y, de ser posible, recibir su bendición.
En las calles cercanas, los católicos le daban la bienvenida llenos de júbilo.
Burlando la seguridad del Papa, lo esperó cuando éste entró a la Catedral y se acercó al altar mayor, ahí Núñez se arrodilló tal como lo hiciera Ernesto Cardenal en un video que circula sobre esa visita del representante católico, y sí, este leonés logró la bendición que en algún momento pareció imposible de conseguir.
Tampoco pensarían que 1990 fue una de las personas más conocidas en León porque decidió quemar a media calle libros de los escritores Ernesto Cardenal, Sergio Ramírez, Gioconda Belli, Lizandro Chávez Alfaro y otros autores. Un acto por el cual durante mucho tiempo cargó los motes de «Torquemada» o «El Pirómano».
Por suerte o accidente estuvo presente en los sucesos históricos más importantes de León de mediados del siglo XX.
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Su infancia y adolescencia fue un viacrucis de escuelas y colegios: su primaria la cursó en la Escuela San José, anexo al Colegio San Ramón Tridentino. Luego pasó a la Escuela Superior de Varones Simón Bolívar en el barrio El Sagrario, aunque el Canónigo Agustín Hernández Fornos lo llevó al Dulce Nombre de Jesús, para que cursara el sexto grado.
Del primero al tercer grado estuvo en el colegio San Ramón, pero un incidente hizo que lo quisieran expulsaran del mismo: el 12 de octubre de 1953, en el día que antes era “de la Raza”, Núñez, de trece años, pronunció un discurso en contra de los españoles y eso no le gustó a uno de los sacerdotes ahí presente.
Decidió terminar su tercer año en el INO; en el mismo culminó su bachillerato en febrero de1956, con una promoción dedicada a José Trinidad Sacasa Sacasa, alias “Don Pepe”, maestro de este colegio.
Para esta fecha, Núñez ya era un reconocido orador y estaba interesado en las actividades literarias y culturales que se realizaban en esta ciudad.
—En la rectoría de Juan de Dios Vanegas vino Nixon, vino la mejor declamadora de Argentina dos veces, y también un gran declamador mexicano, Manuel Bernal. En el exterior tenía mucha fama Juan de Dios Vanegas como escritor y como rector y por eso grandes personalidades visitaron la universidad.
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Llegó minutos antes de las 5 p.m. a Pan y Paz.
Me senté en su mesa.
—Lo estaba esperando —le dije.
—Justo vine hace unos minutos —se excusó.
Tomaba un café negro de 12 onzas —cortesía de una de las jóvenes que se encontraba en una mesa cercana a la de nosotros— y leía el libro que antes yo había visto en una de las pequeñas mesas de este café, Hojas sueltas del mundo Mundo Icaza (2013), del periodista leonés Edmundo Icaza Mendoza, su amigo,justo en el capítulo «Una mañana encapotada», donde el autor narra una anécdota con Núñez en junio de 1979, cuando la lucha armada daba las últimas estocadas a la dictadura somocista. El capítulo cierra con una foto de ambos, ya viejos, en la Catedral, cerca de la tumba de Rubén Darío.
La noche del 1 de julio de 2012 en Alianza Francesa de León Icaza Mendoza desde su silla de ruedas dictó un discurso entre afectuoso e histórico sobre la vida de Núñez.
—La vida de Fernando José Núñez, a mi entender, es muy interesante —dijo.
El local estaba lleno. Periodistas, escritores, amigos y otros tantos que quieren al poeta Núñez se dieron cita porque para ellos es alguien importante.
—Desde joven, su vida, fue muy agitada, con súbitas alteraciones y cambios bruscos, los que ha sufrido con frecuencia, pero siempre él, ha sido valiente para enfrentarlos —dijo Icaza Mendoza.
En el homenaje se le prometen varias cosas para facilitarle la vida al poeta y el público aplaude esas iniciativas y promesas para quien vive y duerme donde el sueño lo obligue a descansar, y varias de esas noches las ha pasado en la acera del hospital.
Icaza Mendoza moriría cinco años después y en vida notó que esas promesas no se cumplieron.
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Viste con un saco azul oscuro y en el rostro de mi entrevistado se le notan los estragos de los años: pelo blanco y amarillento como sus cejas y su bigote; las arrugas le pronuncian la frente; escaso de carnes en sus pómulos y usa barbijo debajo del mentón; cuando arruga el entrecejo es para contestarme alguna pregunta y busca las respuestas más acertadas porque la memoria lo ha traicionado y ordena su archivo histórico mental para ubicarse como testigo, protagonista o como historiador.
—¿Me dijo que quiere preguntarme algo de historia? —me pregunta con el barbijo debajo del mentón.
—Sí. En la que usted estuvo presente.
Asiente mientras sorbe su café. Antes que inicie mi entrevista me dice que hay preguntas que tal vez no pueda contestar por que “se pueden malinterpretar” sus respuestas. Comprendo su temor y no insisto; por su forma cortés y precavida de ser que muchos lo ven con cariño, y cada cierto tiempo le realizan homenajes, el último de ellos unos meses atrás —un día después de su cumpleaños ochenta y uno— fue en el hostal y restaurante Via Via, a una cuadra de donde nos encontramos.
Cuando fueron las ocho de la noche del día del homenaje casi todos los poetas y organizadores estaban presente menos él. El local estaba lleno, como en ocasiones pudo estarlo antes de que la pandemia, el desempleo y la emigración disminuyeran los feligreses que lo visitaban.
Había cierto temor de que no llegara, pero no hace el desaire, aunque tarde, apareció.
Desde que ingresó, saludó a quienes tiene a su paso, minutos después inició el orden de lo que tenían preparado para él.
No le comento que asistí a ambos homenajes.
De una bolsa plástica blanca que estaba en un asiento a su derecha sustrajo un envase de sopas instantáneas y de la taza vertió tres veces el contenido hasta que probó que se había enfriado un poco su café. Guardó el envase y sorbió su taza.
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Como todos los lunes de la década de los cuarenta del siglo pasado, un sacerdote de la iglesia Corinto viene a visitar al señor Jacinto Núñez Prado, dueño de una casa solariega a pocas cuadras de la Plaza Jerez (Parque Central). Un niño de cinco años estaba pendiente de la conversación de los señores, el segundo es su abuelo, y el primero, se llama Azarías Henry Pallais.
—Usaba botines y no botas —me dice como dato curioso.
—¿Usted lo acompañó a las misas que hacía en Corinto? —le pregunto.
—¡Claro que sí! —exclamó como si quisiera desmentir a quien dijera lo contrario—. Y también a las que hizo en El Realejo.
Durante los siguientes nueve años ese niño sería el compañero de andanzas del padre hasta que el 6 de septiembre de 1954 a las 6 de la tarde cuando murió el poeta y padre.
—El doctor Salvador Salinas Esquivel se lamentó que le hayan participado tarde a que asistiera a la operación. No lo operó, aunque quienes hicieron eran discípulos del padre Pallais.
Por amistad, Núñez es escogido para dictar un discurso de pésame frente a estudiantes que han decidido asistir a los funerales del sacerdote.
—El padre Pallais fue enterrado en León, y Oviedo y Reyes no permitió que fuera enterrado en la Catedral, aunque doce años después doña Tinita Morazán, una dama de Corinto de las familias distinguidas pidió que exhumaron su cuerpo para sepultarlo en Corinto, lugar donde fue párroco desde 1940. Iba enterito enterito, en una caja nueva y se le realizó una solemne misa en la Catedral.
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—Existe una foto suya donde se le ve en el atrio de la Catedral y usted sale con Alfonso Cortés y sus hermanas.
En esa foto, también aparece Ernesto Cardenal vestido de sacerdote, pero no se lo recuerdo.
—Eso fue cuando lo habían traído de Costa Rica por que el gobierno se encargó de enviarlo a un sanatorio allá. Yo fui muy amigo de las hermanas de Alfonso Cortés y por eso las acompañé cuando vino.
Sorbe ahora su segundo café.
—¿Estaba aquí cuando trajeron el cuerpo de Salomón de la Selva para enterrarlo en la Catedral?
—Ya lo miré muerto. Pero antes lo conocí cuando vino a León en su último viaje y el doctor Mariano Fiallos Gil le quiso dar la orden Doctor Honoris Causa y no se presentó Salomón. Despreció el evento. Y algunos estudiantes hicieron mofa de su ausencia, aunque al doctor Mariano Fiallos no se rio de lo que decían. Era un hombre muy serio.
—¿Usted también fue amigo de Mariano Fiallos?
—Sí. Para los tiempos de la Autonomía; yo estuve cuando la guardia mató a los estudiantes en 1959. Mariano me quería mucho, tanto así que en su rectorado, me envió a México en agosto de 1963 a un evento de oratoria a nivel de continente. Yo quedé en octavo lugar, y como siempre pasa, ganó México en su país.
Se detiene en su relato.
—Figúrese que Mariano no se confesó, y eso que su cuñado, el padre Benito Oyanguren, le decía que lo hiciera antes de fallecer y no quiso, murió sin haberse confesado —la expresión de su rostro es como si el rector hubiera cometido un homicidio.
Dejo que recobre la tranquilidad y le pregunto:
—¿Puede mencionarme a otros escritores que conoció?
—Y en 1959 conocí en Argentina a Miguel Ángel Asturias y platicamos largo rato, como siempre, los temas que me preguntaban era de Darío y con gusto contestaba.
Eso fue semanas después de la masacre de los estudiantes en León el 23 de julio de ese año. Asturias tenía cinco años de estar exiliado en Argentina, Núñez solo estuvo once meses en ese país, luego se pasó a El Salvador por un poco más de dos años.
Por recomendación de Schafik Hándal, quien en ese entonces era Jefe de la Escuela Militar del Frente Unido de Acción Revolucionaria (FUAR), volvió a Nicaragua.
—A vos te toca una labor intelectual, cívica y patriótica —le había dicho Handal—. ¡Esto hay que hacerlo ya!
—Él hubiera sido un gran presidente de El Salvador —dice Núñez y se refiere cuando Schafik se postuló como candidato por FMLN en el 2004 y fue derrotado por Elías Antonio Saca del partido de ARENA.
Núñez regresó a León y fundó la biblioteca Dr. Santiago Argüello el 4 de julio de 1962.
—En esa biblioteca se hicieron los funerales de Alfonso Cortés y de Antenor Sandino Hernández —me confiesa. Ambos escritores fallecieron en 1969. El primero el 3 de febrero, y el segundo, el 22 de octubre.
En su lista de escritores nicaragüenses con quienes se relacionó está Mariano Fiallos, Carlos Martínez Rivas, Edgardo Buitrago y Manolo Cuadra.
—No entablé amistad con Manolo, pero siempre venía los sábados a la casa de un zapatero, un artesano muy profesional, el maestro Chacón Parajón, y en la casa de éste se hacían unas tertulias y yo con la boca abierta viendo porque nada tenía que ver con esos asuntos de los que hablaban —dice, justificándose por ser un adolescente cuando esto pasó.
Esas reuniones ocurrieron antes de que Cuadra fuera desterrado a Costa Rica en agosto de 1955.
Luego hace memoria.
—También conocí a un gran amigo de Rubén Darío, Manuel Ugarte, gran dariano que era embajador de Argentina en Managua (1948) y crucé algunas palabras con él. Tuve amistad con el doctor Juan José Arévalo cuando ya no era presidente de Guatemala y vino a León en 1955. Con cariño, la gente lo llamaba «El Profesor» y a él no le molestaba que le llamaran así.
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El 4 de julio de 1990 pudo ser un día cualquiera. La señora Violeta Barrios se ha convertido en presidenta del país desde hace unos meses y existe una aparente paz, sin embargo es un día especial para Fernando, hoy cumple veintiocho años de haber fundado la biblioteca Santiago Argüello, en la esquina costado sur de la iglesia San Francisco. El nombre lo ha tomado de un poeta leonés que muriera el 4 de julio de 1940, mismo mes y año que naciera el bibliotecario.
En este lugar se celebraron varias actividades literarias y culturales, la que en algún momento fue visitada por estudiantes del INO, cuando este Instituto tenía sede donde ahora es el Hotel El Convento.
Núñez decide hacer algo que lo hará ser recordado: prenderles fuego a unos libros.
Esa tarde, a media calle, los apiló. Los que para él nunca debieron ser parte de su biblioteca.
Quemó todos los libros de contenido comunista, socialista y todo lo que hablará de la revolución cubana, nicaragüense, URSS. Entre los libros quemados estaban los de los talleres de poesía de Cardenal También se fueron otros: Castigo Divino de Sergio Ramírez «porque habla mal de las damas leonesas»; los de la Gioconda Belli y Trágame tierra de Lizandro Chávez porque con La montaña es más que una inmensa estepa verde de Omar Cabezas le parecieron «unos libros vulgares».
«Quemar cualquier libro es un acto demencial», afirmó el escritor nicaragüense Lizandro Chávez Alfaro por ese suceso, y Frank Galich dijo: «se está sentando un precedente, que puede provocar consecuencias impredecibles. Ayer fueron los libros, mañana pueden ser los autores».
Hasta la fecha, no se tiene conocimiento alguno de que Fernando Núñez le haya prendido fuego a una persona; podemos decirle al fallecido escritor guatemalteco Galich que puede estar tranquilo.
Para quienes acababan de perder el poder les pareció una ofensa, pues esos libros eran de los partidarios del FSLN.
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—¿Ya es tarde? —me pregunta.
—Son las seis en punto —habíamos terminado la entrevista y el gigantesco puerco espín amarillo se había apagado.
—¿Y su bus a qué hora sale para Matagalpa?
—Salió antes de las tres.
—Discúlpeme por haber venido un poco tarde —me dice un poco apenado.
—No se preocupe, tenía pensado quedarme esta noche en León.
Apuró su segundo café.
—Debo dejarlo, debo buscar un sitio para cenar y luego ir a un sitio que quedé en llegar —me dice.
Empezó a ordenar las cosas que tenía en una bolsa blanca que había colocado en una silla a su derecha.
—Está bien —le digo y sé que hizo mucho esfuerzo en cumplir con su cita conmigo.
La noche se deslizaba silenciosa sobre los tejados de la ciudad de León, así de silenciosa como sus pasos, cuando a medianoche decide regresar a la habitación donde duerme, a ocho cuadras al norte de donde nos hemos tomado estos cafés.
Cuando lo veo salir me pregunto qué otras anécdotas lo marcarán.
(Las fotos fueron cortesía de Enrique Langrand)
Siempre tenía curiosidad del poeta.Estudie la secundaria en León así como la universidad y miraba a este hombre caminando vestido así, extraño para la época y el clima. Pero un buen hombre.
Me encanta lo escrito, te felicito.
WAC
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Super, me encanta la manera que el escritor describe a este personaje
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