El hombre detrás de la puerta

DOUGLAS TÉLLEZǁ No recuerdo el año, menos el mes y el día cuando  conocí a Daniel Pulido, podría terminar diciendo como cantaba el finado Juan Gabriel “sólo sé que fue allá por los ochentas cuando lo conocí”. Eran esos convulsos años ochentas, de pintas y consignas traicionadas, cuando mi hermano, sus amigos y yo compartíamos cigarillos Alas y nos pasamos noches tras noches haciendo pancartas, acompañados con la música de Cat Steven, Los Beatles y Silvio Rodríguez en una grabadora vieja, con casettes remendados con la pintura de uñas de mi hermana y polvo de grafito. Eran años de sueños y utopías derrumbadas. Yo soñaba con ser mecánico y pintor, después de la escuela, iba al taller del maistro Silvio Balladares y los domingos asistía a las clases de dibujo que impartía el maestro Don Rubén Cuadra Hidalgo, quien botaba la gorra cuando lo confundían con Cuadrita, el pintor publicista que pintaba los rótulos en la ciudad.

Fue una tarde después de la clase de dibujo en la casa del sabio Debayle cuando el maestro Rubén nos llevó de visita a la casa de cultura Antenor Sandino Hernández. No recuerdo la razón, ni el propósito de aquella visita. Los tres pericos (uno de la Cuarta Sección, el otro de Nagasaki, Nagarote y yo, del tope de Guadalupe para allacito)  caminamos unos diez minutos o más al paso lento de catrín que tenía el maisitro con su bastón de dandy tropical, bajo la sombra de los aleros de las casas coloniales, capeando el sol.

Llegamos a la casa de cultura, entramos por la puerta principal, era una casona con traspatio, piscina y algunos cuartos convertidos en oficinas, talleres o bodegas quizás. De las paredes de los pasillos colgaban cuadros de diferentes formatos y motivos pintados por artistas internacionalistas; nos detuvimos a final del pasillo para contemplar un cuadro grande, sobre el lienzo estaba pintada una campesina tendiendo a  rechoncha, de cara redonda y blanca como porcelana china con leves manchas rosadas que encendían sus cachetes, los ojos grises-azules denotaban angustia, y sobre sus hombros anchos cargaba ni más ni menos que al presidente gringo Ronald Reagan, quien sostenía un rifle entre sus manos.

El maestro miró con detenimiento el cuadro y dijo:

—Esa mujer no parece americana; parece más bien holandesa.

Quizás porque asociaba lo voluminoso y rechoncho a los maestros flamencos Rubens, Rembrandt.

Seguimos caminado, adentrándonos hasta el fondo de la casona (que seguramente fue confiscada a algún ricachón). El perico de la Cuarta se detuvo frente a otro de los cuadros que colgaba de la pared, era algo más colorido, rayando en los abstracto. “Mirá”, me dijo, “hay otras formas de pintar, es del maestro Daniel”. El nombre no me decía nada. Nosotros nunca habíamos visitado un museo, ni visto las obras de un gran maestro, salvo uno que otro cuadro de los pupilos avanzados del maestro Rubén que llegaban a pedirle consejos para mejorar sus obras.

El maestro se detuvo delante de una puerta de uno de los cuartos del fondo, un poco vacilante golpeó suave con los nudillos de sus huesudas manos, la puerta se abrió y apareció un hombre joven de rostro theotocopulesco y nariz tucanesca, tenía un acento extraño a nuestro amaestrado oído. Nos recibió con amabilidad, su nombre era Daniel Pulido, colombiano, soñador, utopista de pura cepa y deshorado con él cual me reuní años más tarde en la casa de Michele Mimmo en plena calle real para urdir la trama del deshonoris, junto a Omar y Daniel.

Desde entonces nuestros caminos siempre se interceptan por la amistad y la pasión por la literatura y el arte. Así fue como conocí a Daniel.

Nürnberg 17.07. 2022

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s