Bolero de moribundos enamorados

ERNESTO CASTRO HERRERAǁ «Un beso de Dick no podría ser más sensual», me dije cuando la descargaba de los anales ciberespaciales de la piratería. Aunque sabía que es un desafortunado nombre anglosajón, dick también significa pija en nuestro idioma, y quise creer que esta era una historia llena de amor y eyaculaciones pubescentes. No estaba muy lejos de mis suposiciones, pero pronto me di cuenta que la novela iba más allá.

Es una carta-monólogo que Felipe escribe a su mejor amigo Hugo, que está muerto. Partidos de fútbol, fiestas bajo la supervisión de padres ebrios, vergüenzas en farmacias comprando condones, y las aulas de clase de un colegio bogotano a finales de 1989. Chavalos que, luego de patear balones en Edufísica y beber Coca-Cola de las pajillas de sus novias, se van a las duchas a bromear sobre quién podría cogerse mejor al otro. Observan y miden sus penes, sus nalgas. Se ríen de la infinidad de posiciones del kamasutra que Coloso podría ejecutarle a Camilo ―«chévere, pirobo»―. Felipe delira con un muchacho en especial, Leonardo, que tiene las mejores piernas que jamás haya visto. «Me maravillé de las cosas que uno puede esconder bajo las bromas», remarca Felipe en esos momentos. Y es que entre chiflido y toallazo le va de maravilla y logra salir con un trofeo del alboroto: el calzoncillo de Leonardo, que olisquea como si quisiera metérselo por la nariz y guardárselo en el alma.

No es este un romance de ilusiones no correspondidas, gracias a Dios. En pocos capítulos Felipe se baja la bragueta en parques nocturnos con Leonardo, quien es un poco torpe en artificios anales, pues al metérsela lo hace llorar de dolor.

A Felipe no le importa,  se enamora desde el primer beso, quizá incluso desde muchísimo antes. Deja caer un hilillo de baba sobre el pupitre de Leonardo, mientras éste orina en el baño,  quien para cuando regrese se siente sobre él. Es un amor tan intenso, tan purulento, que ahora comprendo por qué al final nada más se atreve a contárselo a alguien que lleva cuatro años muerto.

«Me pongo a buscar cada bolero», escribe Felipe a Hugo, «pedazos de cosas que yo siento por Leonardo; eso es el bolero me diría papá…Y lo veré esta noche…», se refiere los boleros de Agustín Magaldi y Los Tres Diamantes. Canciones que al escucharlas describen bazares de juguetes, trinos matinales, embrujos y “que tú serás mi consentida, y que a nadie quiero tanto como a ti. Haz que contigo mi calvario se haga santo”.

Me pregunté si acaso tanto romance repetitivo no era el delirio de un ingenuo en crisis. Pero luego me acordé de cuando yo tenía dieciséis (qué pena; era peor que Felipe), y concluí que Molano Vargas había hecho un trabajo excelso reflejando las explosiones de un alma adolescente que siempre está enamorada, enloquecida, y, por supuesto, ansiosa de caricias genitales.

Fernando Molano Vargas nació en Bogotá, Colombia, en 1961. Dividido entre proveer dinero a su familia o perseguir sus aspiraciones artísticas, se inscribió en las carreras de Arquitectura, Cine y Televisión, Ingeniería Electrónica y Lingüística y Literatura (sin poder concluir ninguna). Vivió con hambre de conocimiento y amor. Luego de múltiples rechazos y decepciones, sus cenizas —en 1998— fueron enterradas en el Parque Nacional al lado de Diego Molina, su musa y cómplice de tragedias, que tiempo atrás también había fallecido a causa del sida.

«Una historia de amor muy sencilla y muy cotidiana, supongo yo», expresa Molano Vargas sobre Un beso de Dick en una entrevista para un programa radial en 1993. Sencilla, pero no carente de profundidad. El título hace referencia a un capítulo de Oliver Twist en el que Oliver, huyendo de sus verdugos, se encuentra en el camino al pequeño Dick, antiguo compañero de juegos del orfanato. Oliver lo nota pálido y Dick le confiesa que está enfermo y morirá pronto. Dick le da su bendición y le pide un beso de despedida. Beso que hipnotizará a Molano Vargas para siempre al ser uno de los más sublimes entre dos personajes masculinos en la literatura universal.

Un beso de Dick ganó el premio de la Cámara de Comercio de Medellín en 1992, destacando por su estilo que, en palabras del propio autor, evade la abundancia de formas que buscan sorprender, apabullar, y se enfoca en las sensaciones, en los instantes que aprisionan. Pero aun en esta atmósfera de aparente cotidianidad, Fernando Molano Vargas se las ingenia para mostrarnos una manada de chicos ardientes de deseos y dudas discutiendo sobre comunismo o exponiendo sus poemas favoritos frente a la clase sin que esto resulte forzado. «Cuando uno cierra los ojos para dar un beso, y uno como que puede ver al otro por los labios y no por los ojos; y hasta me puse a pensar que cuando uno da un beso, es como ponerse a repasar con los labios lo que ha estado todo el tiempo estudiando con los ojos…», explica Leonardo sobre la lectura de Lippi, Angélico, Leonardo de Eliseo Diego, poeta cubano que lo cautivó.

No obstante, cabe advertir que en esta historia de amor no todo son besos y gemidos. Pero las vicisitudes ―¿ceguera, infidelidades?― son algo que los lectores tendrán que descubrir por sí mismos.

Leí Un beso de Dick por primera vez en la pubertad, y fascinado me dije que Molano Vargas había cumplido aquí el sueño de todo cochón de la secundaria: tirarse al más rico del equipo de fútbol. Pero releyéndola ahora, casi una década después, comprendo que no solo es una historia sobre educación sentimental, sino también sobre el abandono del pequeño mundo feliz de la infancia. Y me quedo con la envidia y nostalgia que la tía de Felipe muestra cuando él le cuenta de los besos a hurtadillas que Leonardo le roba en los cerros de Medellín: «Ya no tengo dieciséis años para enamorarme teniendo dieciséis años».

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