¿qué soy?
sino más que noche oscura, ciénaga y
Urano en un cuerpo animal.
Snayre Luna
ERNESTO CASTRO HERRERAǁ En una noche de encierro adolescente, tirado en su cama a la luz del celular, miró con asombro un video de la arquitecta y youtuber española Ter, quien es además escritora y divulgadora cultural, donde cita un verso del poema Song To Myself de Walt Whitman para describirse así misma: «Yo soy inmenso…/y contengo multitudes». Al escuchar esto algo se resquebrajó, desbordó compuertas y comprendió que él podía arrojarse a sus miles de facetas sin temor a la aventura de ser uno, ser varios, y si nada de esto le convencía, ser también ninguno. Porque Snayre escribe poemas, danza, actúa, y según me comenta sentados en una banca del Parque Luis Alfonso Velásquez ―frente a una cancha donde los hombres brincan y encestan bajo el sol desesperante de Managua―, además quiere aprender a cantar. «Pero no me considero poeta, ni artista, ni nada», enfatiza. «Yo solo hago lo que me gusta».
Snayre Luna tiene veinticuatro años, vive en Masaya con sus abuelos; estudió Ingeniería Química en la UNI, y cinco días a la semana viaja a la capital para trabajar en un call center donde resuelve quejas sobre transferencias y fraudes monetarios por chat. No son las métricas irrisorias lo que más le molesta de su empleo, sino que el piso donde lo encierran por más de ocho horas no tiene ventanas. Si tuviera vistas del jardín o al escándalo del tráfico podría distraerse, imaginar que está afuera, y no encadenado a un teclado y las interminables exigencias de gringos iracundos. Pero le cuesta pensar en una vía de escape: no es de los que se critican en voz alta, ni mucho menos de los que renuncian.
Cree que se esfuerza demasiado en saciar a los demás y por lo tanto entierra sus propios deseos.
Sin embargo, es en las artes donde se reencuentra consigo mismo.
Para Snayre, la poesía equivale a ordenar el dolor. Brindarle estructura al caos de sus emociones. «Lo que yo no le cuento al mundo», ahonda. «Lo que me da pena contar». Al leer sus poemas Litigio, Danza de cuervos y Adagio, en efecto se percibe esa guerra interna de un ser que se cuestiona, se empuja contra el espejo y empieza a recitar rasgos y carencias no para explicarlas, sino para identificarlas y reubicarlas en algún estante de su habitación.
―A como vos decís ―agrega―, mis poemas tratan de lo mismo, pero todos desde una estructura diferente.
Cuando considera que algo necesita un toque especial ―eliminar un adjetivo, encontrar una metáfora efectiva, oscuridad hipersiniestra en el verso― detiene la escritura y lee a San Juan de la Cruz, Lorca o Emily Brontë, quienes, desde el plano astral donde habitan los grandes maestros de la literatura, le ayudan a pulir el texto.
La danza, por otro lado, es la exploración del cuerpo. Mientras danza, en especial ritmos latinos, es más consciente de sus caderas, de su pecho, de su culo; y este momento de sintonía le parece un acercamiento al orgasmo.
―¿Entonces la poesía es el conflicto interno y la danza el conflicto externo? ―lo interrumpo―. Cuando bailás, ¿sentís que es un litigio como en tu poema, o es más una reconciliación?
―Es como en Adagio ―responde―, que escribí cuando entré al grupo de Danza de la UNI. Es básicamente yo describiendo qué es la danza. Una manera de atar el alma con el cuerpo. Porque vos cuando bailás sentís una emoción por saber que lo estás haciendo bien, por saber que te están viendo; hay un reconocimiento. Siempre que vas a bailar te sentís nervioso, al menos desde la perspectiva de un bailarín, porque en algún punto te vas a enfrentar a la admiración de la gente.
―Admiración que te da placer sexual ―asumo.
―No, no ―se ríe―. No de esa manera. No es la reacción de los demás lo que te genera placer. Es mi cuerpo en la técnica, en la danza misma.
Lo cual se refleja en los siguientes versos de Adagio:
destellos en mi cuerpo
gestan la reanimación de una
voluntad oculta
Y casi al final:
y la luz curiosa es perseguida
por la sensible belleza alquímica de la
forma ceñida en el alma.
A finales del 2019 se inscribió en el grupo de teatro Unite, bajo la dirección del titiritero, comediante y actor Nabucodonosor Ganímedes Morales.
Recuerda haber sido protagonista de una historia en la que interpretaba a Benito, el hijo histriónico y homosexual de un matrimonio costumbrista. La obra se presentó en el acto de cierre de año de su universidad. Snayre confiesa que resultó ser un reto, y a la vez un riesgo, pues le exigía salir de sus gestos tenues y su característica timidez, y convertirse en una especie de héroe popular. Hubo mucho desgaste emocional. No obstante, después de tantos ensayos, le gustó la experiencia de liberarse del «yo» y explorar otros rostros que hasta entonces creía prohibidos.
Y de repente, aunque quiero profundizar más en sus travesías teatrales, Snayre cambia de tema y con los ojos fijos en las espaldas y piernas sudorosas de los hombres del parque, en el balón de básquet y sus impactos huecos contra el suelo, retorna a la poesía:
―Ayer iba en la ruta y se me vino a la mente la idea de un verso mientras escuchaba una canción que mencionaba la palabra fragua.
—¿Fragua?
―Es la cosita donde se derriten los metales ―me explica―. Es incandescente.
—Ya, ya.
―La fragua es símbolo de dolor. De dolor, de ardor. Si algo duele es porque está sufriendo. Aunque tener una fragua dentro del pecho es un lugar común, ¿sabías?
―La verdad no.
―Pero una fragua que contenga miel y avena no ―dice, triunfante―. ¿La miel qué puede significar? La miel es dulce, sí, y se puede transformar en cera. ¿Y la cera qué hace? Arde y quema.
—¿Y la avena?
―La avena nutre, como el amor.
―Entonces, ya ves ―continúa, muy animado―, se me ocurren cosas así, metáforas, que vayan de la mano con lo que estoy sintiendo. Y que el poema esté, más o menos, codificado.
A finales del 2020 aparece en formato digital su primer poemario Prácticas Sádicas, título inspirado en el álbum de la rapera y productora británica Shygirl, Cruel Practice. Incluye uno de sus poemas favoritos, Danza de cuervos, que escribió después de soñar que cometía suicidio.
Él mismo se encargó de maquetarlo, diagramarlo, diseñar la portada y distribuirlo en redes sociales. No sabe en realidad si alguien lo leyó, y este es un hecho que parece no importarle demasiado.
Kintsugi, su segundo libro, está basado en la centenaria tradición japonesa de reparar piezas de cerámica rota con polvo de oro o plata líquida. Las grietas no desaparecen, pero se tornan preciosas. Kintsugi compila poemas como Litigio, que tratan sobre las rupturas de adolescencia (no del todo románticas) y su restauración a través de la poesía. Este poemario estuvo disponible en su perfil de Instagram durante junio del 2021.
Tiene dos años de trabajar en su siguiente publicación, que llevará por título Anoche por la madrugada, el cual proviene del poema de Antonio Machado, Anoche cuando dormía.
—La noche es intimidad —observo.
—Y la madrugada es cuando me agarra la lloradera —bromea, o tal vez no.
En su viaje literario, que ya ha transitado por la autoflagelación y la curación de las heridas, la próxima parada sería el desprendimiento. Dejar ir. Un recuento de lo acontecido para despegarse de ello y abrirse a lo nuevo, lo venidero. ¿Escribir sobre la familia, lo queer, Masaya, el tedio de los call centers? Quizá. Ya ha escrito demasiado sobre estar triste, acepta. No le vendría mal explorar otros temas.
Mientras Snayre termina Anoche por la madrugada participa en festivales de poesía, como el de Managua Furiosa en el 2021 y el de Costa Rica en el 2020.
En el año 2022 fue seleccionado para ser parte de la antología Los pájaros cantan de noche de Tácna Editorial, con sus poemas Terror Vol. 1 y Adagio.
—Hablando de pájaros que cantan ―le ataco por sorpresa pues seguro piensa que lo he olvidado―, ¿cómo es eso que querés aprender a cantar también?
―Me gusta cantar ―contesta, apenado―, pero la verdad es que no sé cantar.
Y concluye:
―Mi sueño es ser cantante en bares de mala muerte, en los que al menos me paguen con la cena.