BEKER DÍAZǁ Hace algunos años, cada vez que recibía mi beca universitaria, solía irme a las ventas de libros usados. La gente ignora las maravillas que deja olvidadas en esos estantes; yo agradezco su negligencia. Así tuve mi primer encuentro con Oscar WildeErnest HemingwayAntonio Machado y otros escritores.

Una de esas tardes de búsqueda, encontré un libro de unas cuatrocientas páginas llamado Las cenizas de Ángela de un tal Frank McCourt. Mi sorpresa fue grande, porque de pequeño  vi algunas escenas de una película con el mismo nombre. Recordé a un niño llorando de hambre, a un padre tomando alcohol sobre el féretro de su hijo muerto, a un chiquillo tratando de apartar la cara de un borracho, que cayó sobre una tarta, para poder comerla. Dije lo mismo que dice hoy la mayoría: “No sabía que había un libro”.

Lo compré.

Durante dos semanas disfruté de cada una de sus páginas. Es una obra autobiográfica ambientada en la Irlanda de principios del siglo XX. Su autor nos cuenta en primera persona, y desde los ojos de un niño, sus experiencias en la miserable vida rural de entonces.

El libro se publicó en 1996 como parte de una tetralogía, siendo su continuación Lo es, El profesor  y Ángela y el bebé Jesús. El más popular de todos es, sin embargo, el primero. La novela se hizo del premio Pullitzer en 1997 y algunos años más tarde del National Book Critics Circle Award (2006).

Está escrita en un lenguaje cotidiano, fresco y a veces divertido, con momentos que son verdaderamente conmovedores además de filosóficos. Tiene un componente histórico invaluable que permite hacerse una imagen de Limerick en aquellos años de la Segunda Guerra. Frankie y sus hermanos, su madre, su padre, todos ellos son olvidados por Dios en medio de la nada, donde hay hambre, sed, tisis, fiebre amarilla, miseria; otros, en cambio, son requeridos en el cielo. Es quizá ese sentido de abandono, la forma cruda y a veces resignada de recordar el pasado, lo que cala tanto en el lector, quien pasa en un segundo de la risa más escandalosa al llanto más discreto, el que no suelta la garganta.

La novela fue llevada al cine en 1999, bajo la dirección de Alan Parker, con Robert Carlyle y Emily Watson como protagonistas.

Al día de hoy sigo pensando en ese niño queriendo rescatar la tarta bajo el rostro del borracho dormido. Es conmovedor. Mi única queja respecto al libro es que a veces la lucidez y exactitud con que se expresan algunas memorias lo vuelve un poco inverosímil. ¿Cómo puede un niño tener una infancia tan miserable? Bueno, como latino, supongo, debería comprenderlo un poco mejor.

“El maestro dice que morir por la fe es una cosa gloriosa, y papá dice que morir por Irlanda es una cosa gloriosa, y yo me pregunto si hay en el mundo alguien que quiera que vivamos”,  es una de las citas que más me caló.

Muchas cosas me impactaron de la lectura de Las cenizas de Ángela, pero es esta frase la que más me ha sacudido al día de hoy. Fue en su momento mi libro preferido, hasta que me topé con Erich María Remarque.

Una tarde de noviembre, mientras me dirigía a toda prisa a la terminal de buses, lo dejé olvidado en el asiento trasero de un taxi.